Arauca

Así es el engranaje militar detrás de la crisis en Arauca


En Arauquita se contrabandea desde coca hasta comida y cabezas de ganado. La ruta está en disputa.
Este tapete marrón no tiene dueño. Es un tablero de ajedrez sin casillas, un territorio neutral que militares de ambas orillas navegan a gusto, rompiendo las pequeñas olas en artilleros que ondean banderas. Pasan frente a frente casi rozándose, con la vista hacia cualquier horizonte, el cuerpo erguido y el fusil en mano. Aquí el río es de todos y es de nadie.


Si los colombianos hacen ronda, en algún punto de los 268 kilómetros de río que separa a Arauca de Apure, a Colombia de Venezuela, los vecinos harán lo mismo. El teatro consiste en que ninguna bandera crea que ondea sola. A un lado, sin la pompa de las armas y los uniformes, barcas de 70 o 100 personas cruzan de frontera a frontera.

A los 22 grados que rozan las noches de invierno de Arauquita, los refugiados se amontonan en las placas de asfalto marcadas para el juego. En los arcos de los coliseos cuelga ropa mojada y en las tribunas se intercambian llamados a la calma. Las bombas siguen explotando el silencio de la noche. Lo han hecho desde el pasado 20 de marzo, cuando cayeron por primera vez en La Victoria, estado de Apure, avisadas por el zumbido de los K8. De esos aviones descienden en probables y delicados silbidos los explosivos que han detonado la huida de más de 5 mil personas.


Son sonidos secos y rápidos. ¡Bum! Es la noche de jueves santo, el toque de queda comienza a las 8:00 p.m. y en el parque de Arauquita ya son las 9:00 y nadie apura la comida. ¡Bum! “Hoy no dejan dormir”, se escucha en un puesto de comida rápida, entre bocado y bocado. ¡Bum! “Allá sigue la candela, toca ir a revisar mañana que dejaron en pie”, se prometen en los albergues. ¡Bum! En uno de los complejos militares, donde el muelle termina, los hombres posan de físicos: eso es muy lejos. Nada que hacer.


“Si empiezan a sonar cerca, hay planes de contingencia”, dice uno de ellos. El agua no tiene dueño, la tierra finge que sí. Centinelas camuflados viven en las orillas del río vigilando que “los otros” no dejen el agua del borde equivocado. “Si se acercan, si el barco toca tierra acá, hay que responder”. Más de 500 marinos colombianos merodean y controlan esta frontera.


O lo intentan. El contrabando aquí es pan de cada día. Incontrolable, “sería como poner un hombre cada 5 metros”, asumen desde el batallón. Repasan decomisos: 300 kilos de pasta de coca hace apenas una semana. Esa es la ruta en disputa entre antiguos aliados. El frente décimo de las extintas Farc y “Nueva Marquetalia”, el intento de alias “Iván Márquez” y “Jesús Santrich” por el renacimiento de la guerrilla, se enfrentan por el poderío en la zona. Los segundos con el presunto apoyo del gobierno venezolano de Nicolás Maduro.


“En la práctica nos conviene. Se sabe que han estado allá hace mucho, desde acá se veían los campamentos. Si logran sacarlos, mejor para nosotros. Acá no pueden venir”, apunta un militar. En esas cavidades morales de la guerra, el enemigo del enemigo es un amigo. Reducir de tres a dos los grupos armados en la zona, es una ventaja que no pasa desapercibida en los batallones.
“Aquí los elenos (del Eln) no tienen gran capacidad militar. Son apenas milicias que salen del escondite, pintan alguna casa, hacen explotar un puente y cruzan corriendo hacia allá (Venezuela) a esconderse de nuevo. No nos enfrentan”. Tampoco son el objetivo de los bombardeos.
“Todo esto es para despejarle el área al grupo de Santrich”, explica Américo de Grazia, diputado opositor venezolano, “limpiarles el santuario de Apure, para que ellos puedan ejercer con libertad el tráfico de droga, desplazando a la disidencia del frente décimo. No es más que las fuerzas armadas de Venezuela como un instrumento de Santrich”.
El negocio del hambre
Un puerto de paso “legal”, asumido a la fuerza de la cotidianidad, entre la costa colombiana y venezolana. Otros 27 puntos más que existen regados en toda la ribera, aún más irregulares, si puede caber.
Y cabe.
Por uno pasan personas, animales, colchones y camas desarmadas. Por el resto también. Y galones de gasolina y bultos de comida. De la muerta, cruda y procesada como carne de cerdo lista para la carnicería, hasta la viva, como ganado arreado.


“Los primeros 20 días de cada mes tenemos subsidio en la gasolina”, cuenta Fernando, que maneja en las calles araucanas hace 10 años. “En esos días los ve uno llenando galones y galones que van a pasar la frontera. Cuando acá el galón está a 7.500 pesos, allá se vende a 18.000”. Hasta hace unos años, el negocio era otro: la gasolina entraba a montones y se vendía en las calles colombianas. Un bolívar era entonces 18 pesos colombianos. Hoy son 0,0018 pesos.


Se produce allá y se vende acá. El kilo de cacao que crece en tierra venezolana y se vende allá a 3.000 pesos colombianos, sube a 8.000 pesos cuando cruza el río. “Y así con todo. Conviene producir allá, porque la tierra vale nada, y vender acá. Así ganan en pesos colombianos, que son los que sirven”, apunta Fernando. La frontera monetaria, si se quiere, ha desaparecido al peso de la necesidad. En ambos bordes la colombiana es la moneda a usar. Al capricho del militar, la frontera física a veces es un muro invisible fácil de penetrar, y otras tantas una barrera de sobornos.

El sueldo más alto en el ejército de Venezuela alcanza los 17 dólares (poco más de 62.000 pesos colombianos). La mayoría de soldados rasos, de esos que bordean la frontera con Colombia, gana entre 7 y 10 dólares (36.000 pesos). “A veces toca pagarles para que dejen cruzar con el mercado”, cuentan en los improvisados puertos. “Plata casi nunca hay, entonces toca ir dejando el mercado para pasar”.


El soborno a pagar se convierte entonces en una huida violenta y general del hambre. Arroz en este reten, panela en el otro, más grano en el siguiente. El bulto de comida se reduce a cada paso. “Al final llega uno apenas con lo suficiente para vivir unos días y volver a hacer el viaje”.

Eso cuando los tiempos lucían inalterables al borde del abismo. Nada mejoraba pero tampoco empeoraba. Eso hasta que los helicópteros volaron los techos y las ametralladoras ahogaron los gritos de pánico. Hoy a Venezuela se regresa por el río Arauca en la mañana, cuando las bombas han dejado de sonar en La Victoria. Se echa un vistazo a qué ha quedado en pie, qué animal sobrevive para ser alimentado y qué es posible montar en una canoa, de regreso al albergue. No hay retorno posible.


“Hasta que eso no pare no pensamos volver”, se repite insistentemente en los albergues. En las noches, a la intemperie, duermen con el arrullo de las bombas explotando en sus hogares.

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